MIRADA TRAS EL CRISTAL
Era una vieja mesa de madera de un color claro con un pequeño jarrón de cristal que contenía un ramo de rosas de colores pálidos, creo que las compró en una pequeña floristería que estaba a punto de cerrar, o al menos eso parecía por el pequeño cartel que se colocaba en el medio del escaparate con la palabra liquidación, aunque tampoco era muy fiable porque tenia ya un aspecto viejo y deteriorado, al igual que las flores que se encontraban en el interior. La tienda se situaba cerca de la casa donde ella vivía, solo a unos metros y a cinco minutos andando con paso distraído y vacilante, como solía pasear cuando salía a la calle.
No salía mucho porque en realidad le gustaba estar en casa mirando tras los cristales, más bien oscuros, que tenían las ventanas de su casa. Le encantaba mirar las ropas, los sombreros, los carromatos, los niños corriendo y jugando con una pequeña cuerda que se les quedaba corta para poder saltar con facilidad…y sobre todo le encantaba observarle a él. Un gran caballero, esbelto muy alto y con una sonrisa picara que asomaba debajo de su sombrero, sus ojos no sabría como describirlos con precisión, porque cada día cambiaban de color, dependiendo de la luz, a veces parecían verdes, otras veces más bien grises y otras eran de un color marrón claro. Pero lo que le llamaba mucho su atención eran las manos, nunca había observado unas manos tan perfectas, además jugaban con el paraguas de una forma peculiar, le daba vueltas, luego un pequeño balanceo e inmediatamente una vuelta más rápida que la primera. Era gracioso, su forma de andar no era perfecta, es mas, a unos doscientos metros podría identificarle sin ninguna dificultad, porque al andar parecía que bailaba, además al ser tan alto no era complicado el distinguirle.
Era el, simplemente un hombre feliz, que no tena miedo, seguro de si mismo, justo todo lo que ella buscaba, justo todo lo opuesto a ella misma. Le adoraba, le fascinaba, se volvía loca cuando observaba que hablaba con otras mujeres, siempre con su paraguas y con ese traje azul que tanto le gustaba lucir. Y ella se enfada consigo misma por no tener la suficiente valentía para acercarse, para entablar una conversación con el, ¿pero que le podría decir? No solía hablar con mucha gente, solamente con la vecina de la casa contigua cuando la traía una carta que por equivocación le habían dejado debajo de la puerta de su casa. Había leído muchos libros, de todas las clases y se podría decir que tenía conocimientos suficientes para hablar de cualquier tema, pero sabía que ante su presencia, comenzaría a ponerse nerviosa, la lengua se le trabaría, la mirada volaría por toda la calle, no por falta de sinceridad sino mas bien por timidez, y poco a poco el rostro de aquel hombre iría modificándose hasta llegar a esa cara que ponía en las ocasiones donde se sentía incomodo y queriendo escapar.
Sí, así es, conocía todos sus gestos, posiblemente era la mujer que mejor le podría describir, a ella nunca la podría engañar, no le valdría la mirada profunda, los ojos picaros, quitarse el sombrero y mirar al sol para que los rayos le dotaran de esos reflejos medio rubios que poseía por herencia de su madre, una mujer bellísima que se dice que fue novia del Rey pero que le abandono tras conocer a un agricultor, no muy rico, pero con una casita en la sierra de Madrid que era la envidia de todos sus vecinos, además la amaba como nadie pudo amarla jamás, era tanto su amor que un mes después de haber muerto ella, el cayo enfermo subiendo a darla la mano tras pasar dos días y medio. Su amor, ese hombre que veía tras la ventana era la persona que mejor conocía, y sabía por ello que ella, con sus ropas, su pelo enredado, una casa vieja y oscura nunca podría acercarse ni por asomo a unos metros de él.
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